miércoles, 29 de abril de 2015

El amor es una necesidad biológica

"Quienes tienen dominio sobre la palabra adecuada
no ofenden a nadie. Y no obstante, dicen la verdad.
Sus palabras son claras pero nunca violentas...
Nunca se dejan humillar, y nunca humillan a nadie"

EL BUDA

El desafío emocional
La madre de María le devuelve el boletín de las notas escolares: "eres una nulidad. Nunca llegarás a nada. Suerte que tengo a tu hermana." La esposa de Juan rompe un plato contra el borde del fregadero: "¡Me vas a escuchar de una vez! ¡Estoy harta de tener que gritar! ¿Cómo puedes ser tan egoísta?". Pocos días después de ser contratado, Eduardo se informa en un departamento de su nueva empresa que no es el suyo. Un compañero de trabajo desconocido se le acerca y le dice: "No sé quien eres, pero aquí no tienes nada que hacer. Es mi territorio, ¡así que esfúmate!". Por tercera vez en la misma semana, los vecinos de Sofía están de fiesta hasta las tres de la madrugada. A la mañana siguiente, saca la basura a las siete haciendo todo el ruido posible: "Así aprenderán...", murmura por lo bajo.
Nada hace rechinar más los dientes de nuestro cerebro emocional que los conflictos con quienes forman parte de nuestro entorno directo. Tanto si se quiere como si no, los conflictos con nuestros vecinos -que después de todo, no son más que "extraños"- pueden afectarnos tanto como un rechinar de uñas sobre una pizarra.
Por el contrario, se nos deshace el corazón ante el espectáculo de un niño sonriente que toma de la mano a su padre para decirle, mirándole a los ojos: "Te quiero, papá". O ante la anciana en su lecho de muerte que mira a su marido y le confía: "he sido muy feliz contigo. No me arrepiento de nada. Puedo marcharme en paz. Y cuando sientas el viento sobre tu rostro, acuérdate que soy yo, que te estoy abrazando".
Tanto en un caso como en el otro reaccionamos ante la relación afectiva entre seres humanos. Cuando las personas se violentan emocionalmente sufrimos, incluso cuando no somos más que simples testigos. Cuando explican lo que sienten ("te quiero", "he sido feliz", "tenía miedo") y utilizan esa sensación para aproximarse, para tocarse el corazón, nos conmovemos. Los realizadores cinematográficos y los publicitarios cuentan con una intuición perfecta sobre qué nos hace reaccionar en ese sentido. Siempre se intenta que compremos café, por ejemplo, sugiriéndonos que su aroma acerca a los amigos, las parejas o a una madre y a su hija. Hasta tal extremo que incluso los deprimidos declaran haber vertido lágrimas durante los intermedios publicitarios de la televisión. Por lo general no saben por qué. Pero es porque acaban de ser testigos de una escena de afecto entre dos seres, y precisamente ese sentimiento de conexión, de intimidad, es lo que más les falta.
En los últimos 30 años, la tasa de depresión no ha cesado de aumentar en las sociedades occidentales. En el curso de los últimos 10 años, el consumo de antidepresivos se ha doblado en la mayoría de los países occidentales avanzados. Estos datos son tan crudos que la mayoría de nosotros y de nuestras instituciones prefieren no pensar en ello. Seguimos negandolo felizmente y hacemos buenas provisiones de Prozac. Nos decimos a nosotros mismos que algún día todo esto se solucionará. Pero las cosas siguen sin solucionarse. Están empeorando. Si alguien me preguntara donde comenzar para invertir esta tendencia, respondería que debemos confrontar la violencia en las relaciones cotidianas, en las parejas, con nuestros hijos, con nuestros vecinos, en el lugar de trabajo. Debemos volvernos más respetuosos con las necesidades de armonía y comunicación de nuestro cerebro emocional. No hay modo de evitar lo que la evolución nos lleva a querer y a sentir en las relaciones.

La psicología del afecto
Hay toda una parte del cerebro emocional que distingue a los mamíferos de los reptiles. Desde el punto de vista de la evolución, la diferencia esencial radica en que los mamíferos echan al mundo una descendencia vulnerable e incapaz de sobrevivir durante algunos días, semanas o años sin la atención constante de los padres. El caso extremo es la especie humana, cuyos bebés son los más inmaduros y necesitan la inversión parental más larga. La evolución a cableado en nuestro cerebro el instinto que nos hace responder a sus necesidades: alimentarlos, darles calor, acariciarlos, protegerlos, enseñarles como recolectar, cazar, defenderse. Este acoplamiento, construido a fin de asegurar la relación indispensable para la supervivencia de la especie -y sobre todo robusta y eficaz- conforma la base de nuestra profunda capacidad para formar vínculos sociales, para relacionarnos con los demás: familia, horda, tribu, etc.
El cerebro emocional está, pues, construido para emitir y recibir mediante el canal del afecto. Este tipo de comunicación desempeña un papel esencial en la supervivencia del organismo, y no solamente en lo que concierne a la alimentación y el calor. El contacto emocional es, para los mamíferos, una auténtica necesidad biológica, como los alimentos y el oxígeno. Algo que la ciencia ha redescubierto sin saberlo. 

Decirlo todo sin violencia
Se ha conseguido comprender con cierto nivel de detalle sin precedentes lo que ocurre en la cabeza y en el corazón de las personas en conflicto. Y como van derechos a estrellarse de cabeza. Naturalmente, existen todas las razones para creer que se trata de los mismos reflejos, los mismos errores, que minan el control de los conflictos conyugales, con nuestros hijos, padres, familia política y sobretodo con nuestros superiores y nuestros compañeros de oficina. ¿Pero cuales son los principios de la comunicación eficaz, la que consigue hacer llegar el mensaje sin alienar a su destinatario, y que, por el contrario, inspira respeto y le da ganas de ayudarnos? 
El primer principio de la comunicación no violenta es sustituir todo juicio -es decir, toda crítica- por una observación objetiva. Cuanto más preciso y objetivo, más posibilidades existen de que lo que decimos sea interpretado por el otro como una tentativa legítima de comunicación en lugar de una crítica potencial.
El segundo principio es evitar todo juicio respecto del otro para concentrarse totalmente en lo que se siente. Esta es la clave absoluta de la comunicación emocional. Si hablo de lo que siento, nadie puede discutírmelo. Si digo: "llegas tarde, eres tan egoísta como siempre...", el otro no puede más que contestar a lo que digo. Por el contrario, si digo: "habíamos quedado a las ocho y son las ocho y media. Es la segunda vez en un mes; cuando haces eso me siento frustrado e, incluso, humillado", la otra persona no podrá poner en cuestión mis sentimiento, ¡porque me pertenecen por completo! Todo el esfuerzo consiste en describir la situación con frases que empiecen por "yo" en lugar de por "tu" o por "vosotros". Al hablar de mí, y solamente de mí, no estoy criticando a mi interlocutor, no le ataco, sino que estoy en la emoción y, por tanto, en la autenticidad y la apertura. Si soy honrado conmigo mismo, llegaré incluso a mostrarme vulnerable, para mostrarle el daño que me ha hecho. Pero, por lo general, es justamente este candor el que desarmará al adversario y le dará ganas de cooperar, en la medida en que el también desee conservar nuestra relación.


lunes, 6 de abril de 2015

El difícil matrimonio de dos cerebros

"Debemos intentar no convertir al intelecto en nuestro dios;
Es cierto que cuenta con fuertes músculos,
pero carece de personalidad.
No puede dar órdenes; solo servir."
Albert Einstein

Los dos cerebros: cognitivo y emocional
La vida no tiene sentido sin emociones ¿Cual es la sal de la existencia sino el amor, la belleza, la justicia, la verdad, la dignidad, el honor y las gratificaciones que nos aportan? Estos sentimientos y las emociones que los acompañan, son como brújulas que nos guían a cada paso. Siempre intentamos avanzar hacia más amor, más belleza, más justicia y alejarnos de sus contrarios. Privados de las emociones, perdemos nuestras referencias más básicas y somos incapaces de elegir en función de lo que nos importa de verdad.
Algunas enfermedades mentales se traducen en una pérdida de contacto de este tipo. Los pacientes que la sufren podría decirse que se hallan exiliados en una "tierra de nadie" emocional. Por ejemplo, un joven apareció en el servicio de urgencias del hospital oyendo voces que le decían que era ridículo, inútil y que lo mejor que podía hacer era morirse. Poco a poco, las voces se habían convertido en omnipresentes, y su comportamiento se fue volviendo cada vez más extraño. Había dejado de lavarse, se negaba a comer, y podía permanecer enclaustrado en su habitación varios días seguidos. Este joven, anteriormente, había sido un brillante estudiante y capaz de resolver situaciones satisfactoriamente.
Bajo el efecto de los medicamentos, se calmó bastante. Las voces prácticamente desaparecieron en pocos días; decía que ahora podía "controlarlas". Pero no había recuperado su comportamiento normal ni mucho menos.
Al cabo de algunas semanas de tratamiento el joven perdió interés por todo. Tenía un aspecto penoso, ligeramente encorvado, el rostro endurecido, y con la mirada vacía, recorría el pasillo del servicio como un zombie. Él, que había sido tan brillante, ya casi no reaccionaba a las noticias del mundo exterior ni a la gente. Este estado de apatía emocional suele inspirar piedad e inquietud. Y, sin embargo, sus alucinaciones y delirios -que los medicamentos habían eliminado- resultaban mucho más peligrosos para él que estos efectos secundarios. Solo que ahora no había emociones, ni vida.


Por otro lado, las emociones, libradas a sí mismas, no convierten la vida en algo ideal. Deben ser reguladas mediante el análisis racional, del que se encarga el cerebro cognitivo, pues toda decisión tomada "en caliente" puede poner en peligro el complejo equilibrio de nuestras relaciones con los demás. Sin concentración, reflexión y planificación, los vaivenes del placer y las frustraciones nos hacen zozobrar. Si somos incapaces de controlar nuestra existencia, ésta pierde rápidamente su sentido.


Para Damasio, la vida psíquica es el resultado de un esfuerzo permanente de simbiosis entre dos cerebros. Por un lado, un cerebro cognitivo, consciente, racional y volcado en el mundo externo. Por otro, un cerebro emocional, inconsciente, preocupado sobretodo por sobrevivir y, ante todo, conectado al cuerpo. Estos dos cerebros son relativamente independientes entre sí, y cada uno de ellos contribuye de manera muy distinta a nuestra experiencia de la vida y a nuestro comportamiento.

Los dos cerebros, emocional y cognitivo, perciben la información proveniente del mudo exterior más o menos a la vez. A partir de ahí, pueden bien cooperar o disputarse el control del pensamiento, de las emociones y del comportamiento. El resultado de esta interacción -cooperación o competición- es lo que determina lo que sentimos, nuestra relación con el mundo y con los demás. Las diversas formas de competición nos hacen desgraciados. Por el contrario, cuando el cerebro emocional y el cognitivo se complementan, uno para dar dirección a lo que queremos vivir (el emocional), y el otro para hacernos avanzar por ese camino de la manera más inteligente posible (el cognitivo), sentimos una armonía interior -un "estoy ahí, donde quiero estar en mi vida"- que sustenta todas las experiencias duraderas de bien estar.

Para vivir en armonía en la sociedad humana hay que alcanzar y mantener un equilibrio entre nuestras reacciones emocionales inmediatas -instintivas- y las respuestas racionales que preservan los vínculos personales a largo plazo. La inteligencia emocional se expresa al máximo cuando los dos sistemas del cerebro cooperan en todo momento. En este estado, los pensamientos, decisiones y gestos, se ajustan y fluyen de manera natural, sin que prestemos una atención particular. Este estado de bienestar es a lo que aspiramos continuamente: la manifestación de la armonía perfecta entre el cerebro emocional, que proporciona la energía y la dirección, y el cerebro cognitivo, que organiza su ejecución. 

El corazón de las emociones
Sentimos las emociones en el cuerpo, no en la cabeza: eso al menos parece que está claro. Una emoción es, ante todo, un estado corporal y, solo después, una percepción en el cerebro. Efectivamente, ¿no decimos que tenemos "el miedo en el cuerpo", o que sentimos "el corazón a mil", entre otras expresiones? 
Además de disponer de su propio sistema de neuronas semiautónomo, el corazón también es una fábrica de hormonas. Segrega su propia reserva de adrenalina, que libera cuando tiene necesidad de funcionar al máximo de sus capacidades. Y segrega también su propia reserva de oxitocina, la hormona del amor. Ésta se libera en la sangre, por ejemplo, cuando una madre amamanta a su bebé, cuando dos seres se besan, y en el transcurso del orgasmo. Todas estas hormonas actúan directamente sobre el cerebro. Al final, el corazón hace participar a todo el organismo de las variaciones de su vasto campo electromagnético, que se puede detectar a varios metros del cuerpo. Así pues, está claro que la importancia del corazón en el lenguaje de las emociones no es solo una imagen. El corazón percibe y siente. Y cuando se expresa, su influencia alcanza toda la fisiología de nuestro organismo, empezando por el cerebro.

En el siguiente vídeo pueden vivenciar el caso de una investigadora doctora en neurofisiología, compartiendo su experiencia de darse cuenta de la dualidad del cerebro a causa de un accidente cerebrovascular que ella misma padeció. Muy interesante! Que lo disfruten!