Si yo no me ocupo de mí mismo, ¿quien lo hará? Y si no me ocupo más que de mí mismo, entonces, ¿qué soy? Y si no me preocupo ahora, entonces, ¿cuando?
HILLEL, Tratado de los padres
La vida es lucha. Es una lucha que no vale la pena afrontarla a solas. Nuestro espíritu siempre busca un sentido más allá de los confines del "cansancio de ser uno mismo", por utilizar la bella fórmula del sociólogo Alain Ehrenberg. Hace falta otra razón además de la simple supervivencia para perseverar en el esfuerzo de vivir. En Tierra de hombres, Saint-Exupéry cuenta cómo el piloto Henri Guillaumet se perdió con su avión en la cordillera de los Andes. Caminó en línea recta durante tres días en medio de un frío glacial. Finalmente cayó, de cara, en la nieve. Aprovechó este respiro inesperado y comprendió que si no se incorporaba de inmediato, no lo haría nunca. Pero, agotado hasta la médula, no tenía ganas. Prefería la idea de una muerte dulce, indolora, tranquila. En su cabeza ya se había despedido de su esposa e hijos. En su corazón había sentido por última vez su amor por ellos. Después, se apoderó de él un pensamiento: si no encontraban su cuerpo, su esposa debería esperar cuatro años antes de poder cobrar el seguro de vida. Abrió los ojos, y entonces vio un roquedal que emergía de la nieve a 100 metros de donde se encontraba. Si conseguía arrastrarse hasta allí, su cuerpo sería un poco más visible. Tal vez le descubrirían antes. Por amor a los suyos se incorporó y volvió a caminar. Pero entonces ya se hallaba poseído por ese amor. No se detuvo, y recorrió más de 100 kilómetros en la nieve antes de alcanzar un pueblo. Más tarde, diría: "ningún animal en el mundo habría hecho lo que yo hice". Porque su supervivencia había dejado de ser motivo suficiente, pero su conciencia de los demás, su amor, le había dado la fuerza para continuar.
Hoy en día, nos hallamos inmersos en un movimiento planetario hacia el individualismo "psicológico", o el "desarrollo personal". Los grandes valores son autonomía, independencia, libertad y autoexpresión. Estos valores se han tornado tan importantes que los utilizan incluso los publicitarios para hacernos comprar lo mismo que a nuestro vecino, mientras a todos nos hacen creer que eso nos convierte en únicos. "Sea usted mismo", clama la publicidad de ropa o perfume. "Exprese su yo", sugiere el reclamo de una marca de café. "Piense diferente", nos ordena el anuncio de un fabricante de ordenadores. Claro está, estos valores en ascenso imparable desde las revoluciones estadounidense y francesa de finales del siglo XVIII nos han hecho mucho bien. Forman parte del núcleo de la misma noción de "libertad", que tanto nos importa. Pero cuanto más avanzamos en esa dirección, más constatamos que la independencia también tiene un precio. Ese precio es el aislamiento, el sufrimiento y la pérdida de sentido. Nunca habíamos tenido tanta libertad como para separarnos de conyugues que no nos convienen: la tasa de divorcio se acerca al 50% en nuestras sociedades. Liberados de los vínculos, deberes y obligaciones hacia los demás, nunca habíamos tenido tanta libertad para seguir nuestro propio camino, y por ello arriesgarnos a perdernos y hallarnos solos. Esta es sin duda otra de las razones de que las tasas de depresión parezcan haber ido aumentando de manera regular en occidente en el transcurso de los últimos 50 años.
Tenía un amigo médico de 37 años, que había emigrado desde su país natal y que había vivido solo hasta hacía poco. Durante mucho tiempo había buscado ese sentido que le faltaba en la existencia en el psicoanálisis, en múltiples talleres de desarrollo personal, y después en los antidepresivos, habiéndolos probado casi todos. Finalmente, un día me dijo: "en el fondo, el único momento en que dejo de hacerme preguntas existenciales, es cuando mi hijo de dos años me da la mano y andamos juntos, ¡aunque solo sea para ir a comprar el periódico!". Al igual para Guillaumet, el amor de nuestro cónyuge y de nuestros hijos -el que les profesamos- es probablemente la fuente de sentido más evidente de nuestra existencia. Pero la importancia de los demás en nuestro propio equilibrio no se limita a la familia nuclear (término sociológico que designa a los cónyuges y sus hijos). De hecho, cuanto más integrados estamos en una comunidad que nos importa, más tenemos la sensación de tener un papel, un sitio, que cuenta para los demás -para algunos demás-, más fácil nos resulta salir de nuestra sensación de ansiedad, de desesperación, de falta de sentido.
Este sentido que se encuentra en la relación con los demás, no es un dictado de la cultura o de la moral social. Es una necesidad del propio cerebro: en los últimos 30 años, la sociobiología ha demostrado que nuestros propios genes son altruistas. La orientación hacia los demás y la paz interior que obtenemos de ello forman parte de nuestra factoría genética. De repente, no resulta extraño hallar este altruismo en el corazón de todas las grandes tradiciones espirituales. Primero es una experiencia en el cuerpo, una emoción, que ha sido vivida tanto por sabios taoístas e hinduistas, así como por pensadores judaicos, cristianos o musulmanes, y por millones de seres humanos anónimos y a menudo ateos.
En los estudios sobre las personas que son más felices en su vida que los demás, se aprecian sistemáticamente dos factores: gozan de relaciones estables con seres próximos y están implicados en su comunidad. Pero ¿qué ocurre con las relaciones sociales más amplias?
El compromiso con la comunidad es el hecho de ofrecer la propia persona y el propio tiempo a una causa de la que a cambio no tenemos ningún beneficio material. Es una de las actividades más eficaces porque se trata de paliar el sentimiento de vacío que tan a menudo acompaña a los estados depresivos. Y no es necesario arriesgar la vida ni comprometerse con la Resistencia.
Animar un poco la vida de las personas ancianas de una residencia, trabajar en un refugio para animales, implicarse en la escuela del barrio, o participar en el consistorio, permite sentirse menos aislado y, finalmente, menos ansioso y deprimido.
Los sociólogos estadounidenses han establecido no solo que la gente que participa en actividades comunitarias son más felices, sino que también gozan de mejor salud y viven más que los demás. El placer de la relación con los demás, el sentimiento de estar implicado en el grupo social, es un remedio notable para el cerebro emocional, y por ello para todo el cuerpo.
Para sobrevivir en un universo frío e indiferente, hay que encontrarle un sentido a la propia existencia, conectarse a alguna cosa. En las situaciones de desesperación es no pedir a la vida lo que ésta puede hacer por nosotros, sino siempre preguntarnos qué podemos nosotros hacer por ella. Puede que simplemente se trate de realizar el propio trabajo con más generosidad, teniendo presente que aporte algo a los demás. También se puede intentar consagrar un poco del propio tiempo, una vez por semana, a una causa, un grupo, o incluso a una persona, o un animal, al que queramos.
Los estudios fisiológicos modernos nos confirman que cuando se mide la coherencia cardíaca por ordenador, se constata que la manera más sencilla y rápida de que el cuerpo entre en coherencia es contar con sentimientos de gratitud y ternura respecto a los demás. Cuando nos sentimos visceral y emocionalmente en relación con quienes nos rodean, nuestra fisiología entra de forma espontánea en coherencia. De manera simultánea, cuando ayudamos a nuestra fisiología a entrar en coherencia, estamos abriendo la puerta a nuevas formas de aprehender el mundo a nuestro alrededor. Es el círculo virtuoso que evoca Maslow. El portal hacia la autorrealización.
¿Por dónde empezar?
De pie en el Pont-Neuf, observo junto a mi amigo Pierre el discurrir del Sena entre las piedras blancas. En la ribera, en pleno centro de París, un hombre pesca acompañado de su hijo. El chiquillo acaba de atrapar un pez y pone los ojos como platos a causa de la alegría. Pierre, mi amigo, me contó que, cuando su padre era joven se bañaba con su abuelo en ese mismo río, incluso en invierno. Posteriormente cuando Pierre era joven ese mismo río estaba tan contaminado que no solamente nadie podía bañarse sino que incluso habían desaparecido los peces. Treinta años más tarde los peces habían regresado. Bastaba con dejar de contaminarlo para que el río se purificara por sí mismo. Los ríos son seres vivos. Tienden, como nosotros, al equilibrio, a la homeostasis tan querida de Claude Bernard; de hecho, a la autocuración. Dejados en paz, cuando no se los envenena más, se limpian, se purifican.
Al igual que todos los seres vivos, mantienen intercambios permanentes con su entorno: el aire, la lluvia, la tierra, los árboles, las algas, los peces y los hombres. Y este intercambio vivo crea, en primer lugar, orden, antes que organización y, a fin de cuentas, antes que pureza. Solo las masas de agua que nunca cambian, que se estancan, se tornan salobres. Se deslizan hacia el caos. La muerte se opone a la vida: deja de haber intercambio con el exterior, y la reconstrucción permanente del orden, del equilibrio, que caracteriza la vida, deja paso a la descomposición. Pero, mientras las fuerzas de la naturaleza permanezcan en guardia, siempre tienden al equilibrio, hacia la coherencia e incluso, de cierta manera, hacia la pureza. Aristóteles pensaba que toda forma de vida encubría en ella una fuerza que llamaba entelequia, o autorrealización. El grano o el huevo contienen en ellos la fuerza que le hará convertirse en un organismo de una complejidad infinitamente superior, se trate de una flor, un árbol, una gallina o un ser humano. Este proceso de autorrealización no es únicamente físico, sino que se prolonga, en el ser humano, mediante el desarrollo de la sabiduría. Karl Jung estaba fascinado por el "proceso de individuación", que empuja al ser humano siempre hacia más madurez y serenidad. Abraham Maslow lo denominó la "actualización del yo". Para ellos, los mecanismos de autocuración y autorrealización constituyen el fundamento de la propia existencia.
Los métodos de tratamiento que he expuesto anteriormente intentan reforzar estos mecanismos de autorrealización que caracterizan a todos los organismos vivos, desde la célula al ecosistema, pasando por el ser humano. Y es justamente el utilizar las fuerzas naturales del cuerpo, al contribuir a la armonía, el equilibrio y la coherencia de las fuerzas del organismo, lo que convierte esos métodos en eficaces, a la vez que carecen casi totalmente de efectos secundarios. Como todos apoyan, cada uno a su manera, el esfuerzo del cuerpo y del cerebro en pos de la armonía, estos diferentes enfoques poseen una fuerte sinergia: no es necesario elegir uno con exclusión de los demás. Todos se refuerzan entre sí. De hecho, todos tienen en común la capacidad de aumentar la actividad del sistema parasimpático, que calma y cura el cuerpo y el espíritu en profundidad.
En la década de 1940 la medicina quedó transformada con el advenimiento de los antibióticos. Por primera vez, enfermedades hasta entonces mortales pudieron ser vencidas a través de un tratamiento específico. La neumonía, la sífilis, la gangrena han retrocedido ante sencillos medicamentos. Su eficacia era tal que todo lo que había sido esencial para la práctica de la medicina se puso en cuestión: por poco que el enfermo se tomase las pastillas, éstas le curarían tanto si el médico le hablaba como si no, aunque se alimentase fatal, e incluso si permaneciera totalmente pasivo e indiferente a su tratamiento. Este fantástico éxito dio paso en occidente al nacimiento de una nueva forma de practicar la medicina, desconocida hasta entonces: un enfoque del enfermo que deja de tener en cuenta su historial, su contexto, su fuerza vital interior y su capacidad de autocuración. Este enfoque puramente mecánico del enfermo y de la enfermedad se ha generalizado en toda la medicina, más allá de las enfermedades infecciosas. Hoy en día, casi toda la enseñanza médica consiste en aprender a diagnosticar una enfermedad específica y a asociarle un tratamiento específico. Es un enfoque que funciona notablemente bien con enfermedades agudas: una apendisectomía para una apendicitis, penicilina para la neumonía, cortisona para una alergia... Pero que demuestra rápidamente sus límites en cuanto se trata de enfermedades crónicas, de las que solo cura las crisis y los síntomas. Aunque sabemos tratar muy bien un infarto de miocardio y salvar la vida del enfermo con oxígeno, trinitrina y morfina, ese tratamiento no ha hecho nada para hacer retroceder la enfermedad subyacente que ha obstruido las arterias coronarias del corazón. Hasta el momento, son sobre todo los cambios profundos en el modo de vida del enfermo los que pueden hacer retroceder esta enfermedad crónica de las arterias: control del estrés, control de la alimentación, ejercicios y demás.
Lo mismo vale para la ansiedad y la depresión, enfermedades crónicas por excelencia. Resulta ilusorio creer que una sola intervención, o incluso una sola modalidad de intervención, puede reequilibrar sistemáticamente las complejas relaciones que, juntas, mantienen un estado de enfermedad crónica desde hace años. Sobre esta cuestión están de acuerdo todos los médicos y teóricos de las enfermedades crónicas. Incluso los psicoanalistas más obstinados, de un lado, y los psiquiatras biológicos, del otro, se ven obligados a reconocer una cosa: el mejor tratamiento que la medicina convencional puede ofrecer para una depresión crónica combina la psicoterapia y el tratamiento mediante un medicamento.
Como cuando se trata de permitir que un río recupere su pureza con la mayor rapidez posible, para tratar una enfermedad crónica, hay que poner en marcha un programa que ataque simultáneamente el problema desde varios ángulos y reforzar los distintos mecanismos de autocuración, también es necesario crear una sinergia más fuerte entre las diversas intervenciones, que supere al propio impulso de la enfermedad.
Hemos revisado numerosas herramientas para acceder a lo más profundo del ser emocional y para restaurar la coherencia. Entonces, ¿por dónde empezar concretamente?
Lo primero que hay que hacer es aprender a controlar el ser interior. Cada uno desarrolla a lo largo de su vida, métodos de autoconsuelo para manejar los tragos difíciles. Por desgracia, por lo general se trata del tabaco, el chocolate, la nata, la cerveza o el whisky, o el anestésico televisivo. Estas son, de lejos, las formas más corrientes de consolarse ante los golpes de la vida. De entrar en relación con la medicina convencional, esas toxinas cotidianas podrían haber podido ser superadas con un tranquilizante (como el Valium), o mediante un antidepresivo. En la década de 1960, casi todas las revistas médicas estadounidenses estaban llenas de publicidad de Librium, el antecesor del Valium. Se anunciaba orgullosamente: "Librium. ¡Sea cual sea su problema!". Los franceses siguen siendo los mayores consumidores de tranquilizantes del mundo... Si, en lugar de un médico, que nos ofrece consejo es un grupo de alumnos de instituto, de estudiantes o de amigos un tanto perdidos, los propios tranquilizantes habrían sido substituidos por métodos de autoconsuelo más drásticos, como la cocaína o la heroína.
Así pues, resulta esencial sustituir esos métodos poco eficaces -y a menudo tóxicos- por técnicas que utilicen las capacidades de autocuración del cerebro emocional y que permitan restablecer la armonía entre la cognición, las emociones y un sentimiento de confianza en la existencia.
A continuación, es necesario identificar los acontecimientos dolorosos del pasado que continúen evocando emociones difíciles en el presente. Lo más corriente suele ser que los pacientes sean los primeros en subestimar la importancia de los accesos emocionales que todavía llevan en ellos y que condicionan su enfoque de la vida, reavivando a cada momento el dolor, o limitando el placer. La mayoría de los médicos tradicionales tienen tendencia a no prestar atención, o bien no saben cómo ayudar a sus pacientes a liberarse de ellos.
Siempre hay que realizar inventario de los conflictos crónicos en las relaciones afectivas más importantes: tanto en la vida personal -padres, hijos, esposos, hermanos y hermanas-, como en lo laboral -jefe, compañeros, empleado-; en ambas. Estas relaciones condicionan nuestro ecosistema emocional. Saneadas, nos permiten recuperar nuestro equilibrio interior. Si contaminan continuamente el fluir de nuestro cerebro emocional, acaban por bloquear sus mecanismos de autocuración. A veces, el simple hecho de resolver las consecuencias de traumatismos del pasado permite que las relaciones afectivas tomen nuevo impulso. Liberado de espectros que no desempeñan ningún papel en el presente, cada uno puede entonces inventar una manera totalmente nueva de entablar relación con los demás. Aprender a controlar la propia coherencia cardíaca también permite manejar mejor las relaciones afectivas. La comunicación emocional no violenta es asimismo un método directo de notable eficacia para armonizar las relaciones afectivas y recuperar el propio equilibrio. Todos deberíamos entrenarnos de manera continua para alcanzar una mejor comunicación emocional. Si la formación en estos métodos por parte de un terapeuta informado no basta, habría que iniciar el proceso más complejo de la terapia de pareja o familiar.
Casi todo el mundo se beneficiará de una modificación de su alimentación que permita recuperar un equilibrio adecuado entre los ácidos grasos omega-3 y omega-6 proporcionándole al cuerpo y al cerebro la materia prima ideal para reforzarlos.
Así pues, cada uno debería tratar, como mínimo, de reequilibrar su dieta diaria, favoreciendo el pescado -intentar tomar ácidos grasos omega-3 en suplementos alimenticios- y disminuir el aporte de omega-6 en la alimentación. Iniciar un programa de ejercicios físicos también es una opción abierta a cada uno, y que no necesita de prácticamente ninguna inversión si se trata de los 20 minutos necesarios 3 veces por semana. Asimismo deberíamos preguntarnos si podríamos cambiar, sin demasiado esfuerzo, nuestra manera de despertarnos por la mañana. Pues para empezar a regular el reloj biológico, basta con sustituir el despertador por una lámpara programada para simular la aparición del amanecer; el esfuerzo es mínimo, y los beneficios potenciales muy importantes. La acupuntura, por otra parte, representa una inversión de tiempo y dinero más importante. Se la recomiendo sobre todo a quienes padecen problemas físicos -sobre todo de dolor- además de su sufrimiento emocional. En esta situación, las agujas chinas permiten por lo general tratar ambos problemas al mismo tiempo (es difícil de aliviar la depresión de alguien que sufre continuamente en el cuerpo...)
Y finalmente, para lograr la verdadera paz interior, suele ser esencial para todos hallar un sentido más profundo al papel que desempeñamos en nuestra comunidad, más allá de nuestra familia inmediata. Quienes cuentan con la posibilidad de descubrir tal fuente de sentido se sienten en general propulsados más allá de un simple retorno al bienestar: tienen la sensación de extraer su energía de aquello que da un sentido a la propia vida.
Flotamos en la existencia al azar, chocamos con desconocidos que están tan desorientados como nosotros, nos comprometemos a través de elecciones arbitrarias en caminos que determinarán todo el devenir de nuestra vida, y acabamos muriendo sin haber tenido tiempo para comprender lo que deberíamos haber hecho... Si contamos con la oportunidad, podemos mantener una cierta integridad permaneciendo, como mínimo, plenamente conscientes de todo este absurdo. Esta conciencia del absurdo existencial de nuestra situación es nuestra única superioridad con respecto a los animales. Camus tenía razón. No se puede esperar nada más.
Pues nuestro cerebro, fruto de millones de años de evolución, está precisamente hambriento de estos tres aspectos de la vida: los movimientos de nuestros cuerpos que son las emociones, las relaciones afectivas y armoniosas con quienes queremos, y el sentimiento de ocupar nuestro sitio en una comunidad. Como ha explicado brillantemente Damasio, lo que proporciona una dirección, un sentido a nuestra existencia son precisamente las oleadas de sensaciones que fluyen desde esas fuentes de vida para animar nuestro cuerpo y nuestras neuronas emocionales. Y es cultivando cada una de ellas como podremos sanar.
¡¡¡SE PUEDE!!!
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